Un cuento de terror: Tabú
Siempre entraba por la ventana de la cocina para hacerme el interesante. Por aquel tiempo salía a menudo de casa, el ambiente ya era insoportable hasta para mí. No se oía ni una mosca y, cuando algo está en demasiado silencio, me pone nervioso. Cualquiera con un mínimo de instinto sabe que eso no es buena señal.
Me gusta observar sin alterar el libre albedrío de los humanos. No es que pudiera influenciarles mucho aunque quisiera, de todas formas. Escuché llorar a la Ama. Era un gimoteo leve, casi un susurro, pero siempre he tenido muy buen oído. El sol se colaba por los agujeritos de las persianas maltrechas y polvorientas, que por alguna razón, estaban bajadas, a pesar de que el día ya había despertado hacía rato. A la Ama siempre le habían gustado la luz y el ruido. Recuerdo que hacía unos años la música se derramaba a borbotones por la radio todas las mañanas mientras cocinaba. Ahora la casa se había convertido en una tumba oscura en la que no se hablaba del tema. Quizás por eso lloraba.
Di un par de veces en la puerta del baño suavemente y al rato apareció sin hacerme ningún caso. Estaba inusualmente bien peinada y se había quitado la bata, los guantes y la bufanda, que se habían convertido casi en un uniforme desde que no encendía ese cacharro infernal que producía calor. La oí decirles a Eliot y Lara que era porque la máquina estaba agotada de trabajar tanto y que tenían que dejarla descansar un tiempo. Esa era otra de las cosas que me llamaba la atención sobre los humanos. Creen que pueden modificar la realidad a su antojo. Por eso se pasan la vida mintiendo.
Eliot y Lara eran las crías de la Ama, y se creían todo lo que les contaba su madre, pero sobre todo lo que no les contaba. No les culpo. Yo también me tragaba lo que me decía la mía cuando era pequeño. La verdad, sin embargo, era que ya hacía meses que había llegado otro de esos sobres con letras rojas y, con cada uno, perdían algo, ya fuera la luz, el agua o el sentido. Eso sí, no daba una pataleta. Prefería marcárselo en el brazo. A modo de recordatorio, supongo. ¿Por qué si no iba uno a cortarse a sí mismo?
Pasó por mi lado como si fuera un fantasma, apenas rozándome. Hice un intento de llamar su atención, aliviando a su paso y restregándome por la pierna, pero no funcionó y odio suplicar. Parecía ausente, como en otro mundo. Miraba al frente, aunque no creo que estuviera viendo nada. Era como si su cuerpo estuviera presente y su mente se hubiera marchado del todo por fin.
Soy de natural curioso, así que la seguí, esquivando las trampas para las ratas que se había empeñado en colocar en cada esquina. Al menos ya había dejado de echar esos polvos amarillos que casi acaban con una de mis vidas. Observé cada uno de sus movimientos automáticos sin que le cambiara un ápice la expresión. No dudaba, solo ejecutaba como un robot.
Llegó a la cocina y abrió la nevera. Agarró el solitario cartón de leche y lo sacudió para comprobar si le quedaba algo. Entonces fue cuando apareció Eliot con esa vocecita que me hacía ronronear y le dijo a la Ama que había un agujero en su pijama. Ella tomó aire y yo volví a restregarme por sus piernas para consolarla. Al fin y al cabo eran mis humanos.
A pesar de que se le daba bien aquella farsa, a mí no podía engañarme. Se puede forzar a una boca a sonreír, pero no a una mirada. Cerró la nevera y cogió un cacito, que llenó con un poco de agua de la última garrafa que quedaba. Luego se lo dio al pequeño y le pidió que fuera a lavarse la cara y a despertar a su hermana.
Le noté algo en la voz que no me dio buena espina. No sé qué fue, pero un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y me quedé allí parado como una estatua, sin quitarle ojo. A lo lejos oía cómo Eliot y Lara hacían ruiditos mientras jugaban con el agua y noté que la Ama se mordió la lengua para no gritarles que no la desperdiciaran, que era la última. En su lugar, vertió la leche en dos vasos y les añadió agua hasta que casi rebosaron.
Cerró los ojos y me pareció ver que alguna lágrima hacía un intento por salir, pero creo que fueron imaginaciones mías. Cuando los abrió, tenía aquella expresión ausente de nuevo, la de un cuerpo vacío, sin alma. Era un vegetal que se movía. Entonces abrió la lacena, tan solitaria y polvorienta como el resto de la casa, y apartó un par de telarañas para llegar al fondo donde había un saquito de colores brillantes que no había visto antes.
Lara reía al otro lado del pasillo y entre risas conseguí entender que lo que le hacía gracia era que a Eliot se le saliera el dedo gordo del pie por el zapato como en una de las sandalias de la Ama. Las carcajadas se cortaron cuando la Ama les gritó que era la hora de desayunar.
Los pequeños llegaron corriendo como cuando pasaba el camión del helado y lo miraban por la ventana. Con el estómago lleno, tras mis aventuras nocturnas, el olor a agrio de aquel brebaje que quería hacer pasar por desayuno ni siquiera me tentó un poquito. A Eliot y a Lara tampoco pareció saberles muy bien, pero su madre les había convencido con su discurso de que era la pócima mágica que les daría poderes para hacer lo que más desearan. Solo tenían que bebérselo de un trago y cerrar los ojos, concentrando toda su energía en visualizar aquello que querían que apareciera cuando los abrieran.
La Ama se levantó y les dio la espalda mientras Eliot repetía en voz alta «pizza, pizza, pizza» y Lara apretaba los ojos y murmuraba vete a saber qué. Se parecía a su madre en eso de hablar poco. Entonces vi que la Ama sostenía otro vaso. Echó una cucharada de polvos amarillos en lo que quedaba de agua y lo removió hasta que empezaron los gritos de los niños. He visto a hembras de mi especie comerse a sus crías sin ningún miramiento, pero supongo que los humanos funcionan de otra manera.
La compasión fue sin duda la cosa más fascinante que aprendí de la Ama.
Una pena que fuera así cómo gastaron su única vida. Por suerte a mí aún me quedan seis más.
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