Un cuento de terror: El paraíso del pan
La cola daba la vuelta a la manzana como lo habría hecho en un día de Reyes, solo que se trataba de otro mañana más en El paraíso del pan, la panadería más solicitada del barrio de Los Girasoles y de toda la ciudad, para qué nos íbamos a engañar. Sandra ya no se andaba con tonterías de humildad y modestia. Si su pan y su repostería eran los mejores en varios kilómetros a la redonda se decía y punto. Ya se había pasado demasiados años escondida en un caparazón.
Abrieron cuando era una mocosa de apenas siete años y ya entonces ayudaba a su padre a colocar los dulces en el mostrador: cuatro en la bandeja y uno para su estómago. Estaban deliciosos. Napolitanas rellenas, palmeras de chocolate, milhojas de nata, galletas de formas y sabores variados, magdalenas, cañas de crema y cruasanes, entre otros. Resistirse conllevaba un suplicio por el que se negaba a pasar. Ni ella ni ninguno del clan familiar que conformaba el personal del negocio. El azúcar era una droga a la que sus genes eran sumamente proclives y pronto su efecto se hizo visible en su cuerpo.
Al principio obviaron el hecho de su aumento de peso con la excusa de que la pubertad a veces se manifestaba en unos kilos de más y Sandra tampoco veía el problema en ocupar un poco más de espacio que el resto. Sí, su familia venía en diferentes tamaños y tallas, casi todas superiores a la media. ¿Y qué? ¿No se suponía que el mundo debía ser diverso y variado? Pero la teoría y la práctica eran dos asuntos bien distintos.
La primera vez que la llamaron gorda ni se inmutó. Estaba claro que era cierto, tanto como que su amiga Paula era bajita, su primo Antonio moreno y su vecina Carmen vieja. Sin embargo, los calificativos se tornaron más maliciosos y los acompañaron risas y dedos que la señalaban. Después pasaron a no solo centrarse en ella sino también en su padre y su barriga cervecera, su madre que no se recuperaba de haber parido tres veces y su hermana mayor, que ya necesitaba hacerse ropa a medida porque las tiendas ofrecían poco más de la talla cuarenta y cuatro.
El día de Andalucía se produjo su primer encuentro con él. En el colegio solían repartir pan y aceite para conmemorar una fecha tan señalada y, siendo ella hija de panadero, regalaba unos cuantos kilos para deleite de alumnos y profesores. Pero eso no la protegió de las burlas y los comentarios crueles.
«¡Cuidado, que se lo come todo!»
«Ahí viene, dale otro más, que seguro que todavía no está llena».
Esa tarde, a la vuelta de la escuela, se encerró en su habitación, dispuesta —casi lo habría jurado— a no volver a probar nunca más nada que saliera de la panadería. Por no comer, ni siquiera pensaba salir de allí en unos cuantos días. Se tumbó en la cama con los brazos cruzados sobre el pecho y el entrecejo fruncido de una rabia que poco a poco se convirtió en autocompasión. Cuanto más vueltas le daba, más ganas tenía de correr a la cocina y zamparse una de esas tortas de anís que su madre hacía los días de fiesta. Entonces escuchó el chirrido de la puerta del armario.
A finales de febrero las tardes permanecían iluminadas más tiempo, pero había dejado las persianas bajadas y las cortinas echadas, así que la oscuridad barnizaba el dormitorio. Miró de soslayo la puerta del viejo mueble, que probablemente ya no encajaba bien del todo. Silencio absoluto roto enseguida por un siseo extraño y el roce de algo con la madera. Sonaba a garras arañando la superficie igual que un gato intentando escapar de una caja. Se incorporó despacio y se quedó contemplando el temblor que sufría la puerta cuando lo que fuera que aguardaba detrás la arañaba. De pequeños golpes, pasó a embistes que hacían retumbar la habitación por completo. Lo que había dentro quería salir a toda costa. De pronto, el cerrojo salió volando por los aires, obligando a Sandra a agacharse, y la presión astilló la madera hasta que la puerta se abrió de par en par.
Sin saber qué aparecería de las tinieblas, Sandra se quedó inmóvil, como aconsejaban hacer ante un oso o un león. La criatura apenas se asomó, tan solo dejó visible un hilo de baba viscosa que goteó sobre el suelo de gres en un reguero que empapó sus zapatillas. Jadeaba con ansia y Sandra hizo lo único que se le pasó por la cabeza: sacar el trozo de pan con aceite que no se había comido en la fiesta del colegio y lanzarlo hacia el hueco abierto del armario. El monstruo extendió una larga lengua pringosa y azulada, asió el manjar a la primera y lo devoró en segundos. Sandra corrió a la cocina y regresó con un plato surtido repleto de bocados suculentos y dulces como la miel y se los ofreció uno a uno. Al cabo de un rato, el jadeo cesó y el hambre de la criatura pareció aplacarse porque no volvió a salir en todo lo que quedaba de día. Sandra cerró la puerta, todavía con el miedo en los músculos.
Se lo contó a su hermana, pero como era de esperar solo obtuvo burla y carcajadas, así que optó por guardar en secreto que las historias sobre monstruos en el armario que su abuelo le contaba para asustarla eran ciertas. Pasó muchos años alimentando a la bestia que arañaba la puerta, temerosa de que si no le proporcionaba lo que exigía, acabaría por devorarla a ella. A veces la calmaba con un poco de pan tostado con miel y otras tenía que escabullirse de madrugada a por cualquier otro dulce que le inyectara la dosis de azúcar que su cuerpo necesitaba para tranquilizarse.
Las mofas de los compañeros de clase quedaron en un segundo plano, pero nunca desaparecieron del todo, simplemente se fabricó una gruesa capa de metal y fingió que no la atravesaban. Empleó todas sus fuerzas en dietas milagro y otros consejos que la libraran de la maldición de una sangre golosa y un metabolismo perezoso, y cuantos menos resultados obtenía más hambriento se mostraba la criatura del armario y más apática y taciturna se volvía Sandra.
Con el tiempo su vida comenzó a girar en torno al negocio familiar y ya no era quien devoraba los populares pasteles de su madre sino quien los fabricaba. Aprendió cada secreto del oficio que fue capaz de absorber y experimentó con recetas y sabores que rebuscaba en libros olvidados. La panadería marchaba y, a pesar de los embistes del destino y de lo que los comentarios malintencionados de lenguas venenosas le habían pronosticado, Sandra prosperó hasta convertirse en la propietaria del negocio tras la jubilación de sus padres y hasta se puso novia con uno de sus clientes más asiduos. La criatura desapareció de un día para otro, sin explicación. Un momento estaba, rasgando la puerta como si fuera la pared de su estómago, y al otro, nada. Oscuridad y silencio.
Sandra acabó casándose con aquel chico que la miraba con brillo en los ojos y que le regaló un par de años más de sosiego y confianza. Pero más tarde, de esa unión nació una pequeña luz llamada Estrella y ahí fue cuando todo dio un giro inesperado.
Nunca lo había discutido con su marido, pero siempre había albergado el temor de que su predisposición hacía el azúcar, la herencia que tantos quebraderos de cabeza y dolores de corazón le había traído, se perpetuara en la siguiente generación. Hasta que el mundo no estuviera preparado de verdad para un surtido de cuerpos variados, deseaba evitarle a su hija el sufrimiento de aprender a quererse. Por eso andaba con la mosca detrás de la oreja cuando Estrella llegaba a casa corriendo y se encerraba en el baño durante horas. Le extrañaba la de veces que le aseguraba que ya había comido en casa de tal amiga o que con una sopa le era suficiente. Y con ese instinto que se afina cuando una mujer se convierte en madre, una noche decidió dormir en la habitación de Estrella con la excusa de que su padre llegaría tarde del trabajo.
Sus temores no tardaron en confirmarse. Lo supo en cuanto el silencio nocturno le permitió escuchar garras afiladas haciendo surcos en la madera y aquel jadeo inconfundible que hacía tiempo creía muerto. Consciente de lo que aquello significaba, ni siquiera se lo pensó dos veces. Se levantó de un salto, fue descalza hasta la cocina, bamboleándose como un pato que camina directo al lago, y agarró el cuchillo de sierra con el que cortaba las hogazas de pan.
Regresó al dormitorio resoplando como un toro zaíno a punto de embestir. Era rabia lo que exhalaba por sus fosas nasales. Del manotazo con el que abrió la puerta despertó a Estrella, que se sentó asustada sin dejar de preguntar qué sucedía, si había entrado algún ladrón en la casa. Pero Sandra tenía otro objetivo del que ocuparse. Abrió el armario de un puntapié y se metió en el negro agujero como el cazador que ha encontrado la ansiada pieza. Con cada golpe que asestaba, Estrella se tapaba la boca y acallaba un grito.
La cacería duró poco. Cuando Sandra salió del armario estaba cubierta en un líquido blanquecino de pies a cabeza, aunque eso no le había borrado la sonrisa llena de dientes que le partía la cara en dos. Allí, de pie delante de la puerta del ropero, inmóvil y sujetando el cuchillo en alto en una versión siniestramente cómica de un asesino de película de serie B, Sandra expulsó una carcajada grave y llena de aire. A esa le siguió otra y así estuvo un rato hasta que cesó, exhausta.
Estrella se levantó de la cama, la observó en silencio con una expresión entre confusa y asustada, y frunció el ceño inquisitiva. Entonces mojó un dedo en la baba transparente que bañaba a su madre y se lo metió en la boca. Paladeó la sustancia con la lengua, haciendo ruidos húmedos de saliva, y tragó.
«Mmmm».
Eso fue todo lo que dijo antes de ponerse a lamer la sangre de aquel bicho como si fuera un helado de vainilla en agosto y a Sandra se le encendió la bombilla como nunca antes lo había hecho.
A partir de ese día no recuerda una mañana en que no hubiera una cola dando la vuelta a la manzana en El paraíso del pan a la espera de llenarse el estómago y saciar esa ansiedad golosa que causaban sus pasteles. Después de todo, si en algo se había hecho experta su familia era en endulzar la vida de aquellos que se acercaban a probar sus exquisitos productos. Y, bueno, sí, el azúcar provocaba cierta adicción que muchos conseguían esquivar y con la que Sandra había luchado toda su existencia, pero nada era comparable al ingrediente secreto que había sacado de su armario.
Ahora todo el mundo iba a comprobar lo que costaba sujetar a la dulce ansiedad.
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