Un microrrelato: La loca de los gatos
No es fácil, pero se puede llegar a ser reina sin teñirse la sangre de azul, aunque mi categoría superó ese nivel hace tiempo. Ahora me hallo en el Olimpo de los dioses. Fíjate, ninguno de los transeúntes que me regalan sus miradas de lástima creería que este rostro arrugado es venerado en las más altas esferas.
Sentada en el banco del parque donde espero todos los días, a idéntica hora, pienso en las experiencias acumuladas en las siete décadas que me pesan más en el cuerpo que en el alma. La compasión de desconocidos no me abruma. Debo tener un cartel en la frente que me tacha de desgraciada porque la serenidad nunca se asocia con la felicidad. Lo siento. ¿Qué le hago? Sonreír para aliviar los miedos a otros no me seduce.
Me gustaría detenerlos en sus apresuradas carreras al trabajo o en sus juegos infantiles para contarles la verdad. Que estas rodillas temblorosas me han sostenido en múltiples caminatas por lo ancho y largo de este mundo; en los Andes, en el desierto del Sáhara, en los bosques asturianos. Que he parido una suerte de sueños e ideas, aunque no se escuchen llantos de infantes de fondo ni haya hijos a quienes invitar a comer un domingo. Que mi corazón ha recibido amor a raudales, del que te quita el aliento y enloquece los sentidos y del que se graba en la piel con rostro desconocido. Me gustaría explicarles que estos ojos han llorado de pena, de rabia y de angustia por la pérdida y la injusticia, pero también de alegría. Que no he desperdiciado ni uno de los días que me han sido otorgados más que cualquiera. Les contaría mis miles de errores y sus lecciones, y los contados aciertos, y les pondría una mano consoladora en el hombro para liberarlos de la pena que les invade cuando me contemplan. Les revelaría que les han engañado, sola y soltera comparten raíz pero no fruto.
Y en mi turno de preguntas, les sonsacaría su verdad. Por qué no optaron por imaginarme cualquier otra vida. Existen infinidad de alternativas, puestos a fantasear: la de una agente del CNI retirada que todavía ejerce de tapadillo cuando le piden algún favor; la de una artista de circo que guarda tantas anécdotas como saltos dio al vacío; o la de una simple oficinista satisfecha con ser una gota en el océano. Sin embargo, eligen regalarme los mismos gestos reprobatorios y condescendientes cada mañana, con matices según sus propios juicios precipitados. Soy una solterona, una mujer que esconde una tara imposible de pasar por alto ni en los albores inconscientes del amor más romántico. En esos pensamientos se enroscan, pobres. Se me pasan muchas cosas por la cabeza cuando espero y a veces me falta poco para gritarlo como la loca por la que me toman. Entonces mis pequeños fieles surgen de sus guaridas en manada, a su antojo, y me abrazan en un círculo mágico, guardianes del Más Allá y criaturas sagradas que me veneran sin más. ¿Para qué necesita una diosa justificarse si la adoran súbditos con siete vidas? Venid, gatitos. Es hora de comer
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